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LIBRO PRIMERO
“El Desaparecido de Tafí del Valle”
Capítulo I
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Conocí
a Belicena Villca cuando se encontraba internada en el Hospital
Neuropsiquiátrico “Dr. Javier Patrón Isla” de la Ciudad de Salta, con
diagnóstico de demencia senil irreversible. Siendo médico del pabellón “B”, de
enfermos incurables, he debido prestar atención a la referida enferma durante
un largo año en el que apliqué todos los recursos que la Ciencia psiquiátrica y
mi extensa experiencia en la profesión me brindaban para intentar, vanamente,
su recuperación. Como se verá más adelante, su historia fue escrita por ella
misma en tanto permanecía en aquel triste encierro. Dedicó a ese fin todo el
tiempo disponible, que era mucho, pues la junta médica la había autorizado a
escribir “dado que tal actividad redundaba en evidentes resultados terapéuticos
sobre el ánimo de la paciente”. Sin embargo, nadie sabía a qué se referían sus
escritos y si ellos revelaban alguna coherencia lógica, información que hubiese
sido útil poseer para confirmar o corregir el diagnóstico adverso. Dos motivos
impedían conocer el contenido de sus manuscritos: el primero, y principal,
consistía en que la enferma escribía en quechua santiagueño, una lengua que
sólo se habla en su región natal; en secreto, al parecer, Belicena Villca
tradujo los manuscritos al Castellano pocos días antes de morir; el segundo
motivo era el celo homicida que ponía en evitar la lectura de los textos, lo
que se tradujo, un día, en un violento incidente con una enfermera que osó posar
los ojos sobre una de sus páginas. Mas, como lo que interesaba era mantenerla
tranquila, y la escritura contribuía a entretenerla en ese estado, se optó por
no contradecir sus maníacos deseos y se le permitió ocultar los manuscritos en
un portafolios del cual no se separaba en ningún momento. No obstante, parte de
su historia me fue relatada por ella misma mientras duró su convalescencia, ya
sea mediante largos monólogos a los que frecuentemente la llevaba el
psicoanálisis, en los días en que cierta estabilidad mental permitía esta
terapia, o, involuntariamente, cuando el tratamiento de narcosis la sumía en un
pesado sopor durante el cual, sin embargo, no disminuía nunca la actividad
oral. Naturalmente, no podía darse crédito a sus declaraciones, no sólo por su
condición de enferma mental, sino por el tenor de las mismas, que eran
increíbles y alucinantes: nunca podría calificarse, con mayor justicia, a su
relato como a la historia propia de un loco.
La situación de alienada de Belicena Villca
seguramente desalentará a los lectores sobre la veracidad de los sucesos
narrados. Es comprensible pues tan sólo un año atrás Yo mismo hubiese hecho
todo lo posible por impedir la divulgación de un material que la prudencia, y
la ética profesional, aconsejan mantener en los reservados ámbitos de la Historia
Clínica y el Legajo Personal.
Pero, he aquí que la súbita muerte de Belicena
Villca vino a trastornar este racional punto de vista y me llevó a pensar que
la Historia registra el paso de venerables figuras por las celdas de célebres
loqueros. Recordé a Nietzche, Ezra Pound, Antonin Artaud, al ajedrecista
Morphy, al matemático Cantor, y muchos otros. Razoné que aquellos famosos
personajes presentaban cuadros de esquizofrenia aguda, como mi eventualmente,
producirse estados de lucidez temporal donde la conducta es más o menos normal.
Me dije que si Cantor elaboró la genial teoría de los números transfinitos en
el manicomio y si Nietzche durante paciente, lo cual significa que la
conciencia se halla fragmentada aunque no disuelta, y pueden, sus diez años de
internado podía citar a Homero, Empédocles, y casi cualquier clásico, de
memoria, y en griego antiguo, era posible, en una medida infinitamente menor,
que el relato de Belicena Villca fuese en parte verdadero. Claro, este
silogismo aparentemente inconsistente sorprenderá al lector; pero es que todo
esto lo pensé de prisa, muy de prisa: porque Belicena Villca había sido asesinada.
Capítulo II
Aquel desagradable suceso, perturbó la marcha
impecable del Nosocomio sumiéndonos a todos en un estado de malestar y angustia
indescriptible. Especialmente afectado resultó nuestro Director, el eminente
Dr. Cortez, quien temía que el escándalo llegase a mancillar el nombre del
ilustre prócer local que lleva el Hospital, hecho que, según su clara lógica,
influiría en los cheques que la poderosa familia del finado hacía llegar
mensualmente. No cansaré al lector con detalles porque este caso fue muy
comentado por la prensa y si desea hacerlo puede consultar el diario “El Heraldo”
de Salta, en las ediciones de la semana que va del 7 al 15 de Enero de 1980,
donde hallará toda la información. Sólo recordaré aquí lo esencial, ya que el
desarrollo de este verídico caso, requiere considerar las extrañas circunstancias
en que ocurrió el crimen y el misterio que lo rodeó; ... y que aún persiste,
pues la Policía no logró esclarecerlo y dignos funcionarios manifiestan dudas
sobre si ello será posible algún día. Porque dos elementos tan absurdos como
irracionales intervienen de manera definitiva en el fatal desenlace, impidiendo
toda posibilidad de realizar conjeturas coherentes; el primero es un hecho
inobjetablemente verificado: el crimen se concretó en una celda para enfermos
psicóticos herméticamente cerrada con una pesada puerta de acero, entre las
0,00 hs. y las 2,00 hs. del 6 de Enero, sin que nadie, absolutamente nadie
hubiese entrado durante ese lapso. Esto se comprobó, felizmente, gracias a un
suceso fortuito.
Siendo la
noche anterior 5 de Enero, es decir, día de festejo de Reyes Magos, parte del
personal fue a repartir regalos al Hospital de Niños y al Orfelinato San
Francisco de Asís. Entre ellos estaba nuestro eximio Director, Dr. Cortez,
quien a las 23 hs. ya había regresado, luciendo aún el traje de Papá Noel y
dispuesto a efectuar la recorrida diaria que, desde incontables años, realiza
por todos los pabellones para recoger los informes finales. Pues bien, el
propio Dr. Cortez vio por última vez viva a Belicena Villca a las 23,50 hs.,
cuando, a raíz de una crisis histérica en su segunda fase, promovió un general
desorden en el pabellón “B”: corría desesperadamente en el reducido espacio de
su celda, con los ojos fijos y desorbitados, mientras gritaba “Pachachutquiy”,
“Pachachutquiy”,
palabras que en ese momento eran incomprensibles, si bien reconocimos que se
trataba del idioma quechua. Por otra parte, el ataque era sintomáticamente
anormal en ella.
El Dr. Cortez
ordenó una inmediata dosis de Valium, sumiendo a la infortunada Belicena Villca
en un sopor del que sólo habría de salir un instante para ver la Muerte de
Cerca, tal como lo sugería la expresión de tremendo horror con que se hallaba
crispado su rostro cuando fue encontrada, ya muerta, tres horas más tarde. Y
aquí surge el misterio; el primer elemento que desconcertó y sorprendió a los
avezados policías: luego de ser atendida la paciente, serían las 0,00 horas,
todos nos retiramos de la celda siendo ésta cerrada por el Dr. Cortez, quien inadvertidamente
guardó la llave en uno de los bolsillos de su traje de Papá Noel olvidando
luego depositarla en el tablero general de llaves. A las tres de la mañana al
ir la enfermera de turno a recorrer la ronda habitual, notó la falta de la
llave, de la cual nadie supo dar parte. Dedujo de ello que habría sido llevada
por el Dr. Cortez y, como los duplicados se encuentran en la oficina del mismo,
no le quedó otra alternativa más que llamarle a su casa. No fue necesario
hacerlo, pues la operadora del conmutador interno informó que el Dr. aún
permanecía en el Hospital, aunque estaba a punto de retirarse. Avisado éste de
su error, decidió subir al pabellón “B” para entregar la llave y realizar una
breve inspección ocular. Es decir, que durante esas tres horas, la llave, único
medio para abrir la puerta blindada de la celda, estuvo en poder del Dr.
Cortez. Pero el Director del Hospital era un hombre de reconocida trayectoria
social, cuyas virtudes morales han sido siempre exaltadas como ejemplo digno de
emulación, y de quien, por último, nadie osaría dudar, ni siquiera el
experimentado policía Maidana a cargo de la investigación del caso.
En fin, el Dr. Cortez abrió la puerta de la
celda acompañado por mí y la enfermera García exactamente a las 3,05 hs. Un
olor penetrante y dulzón fue lo primero que nos llamó la atención. Era una
fragancia como a sahumerio de sándalo o incienso y resultaba tan fuera de lugar
allí, que nos miramos perplejos. Pero esto sólo fue un instante pues lo que
vino después concentró toda nuestra atención.
Belicena Villca yacía en su lecho, sin duda
muerta desde un tiempo atrás, con el cuello tumefacto a causa del
estrangulamiento a que había sido sometida. El arma homicida, una cuerda color
marfil, estaba enlazada aún en su cabeza pero suelta ya. Y los dos extremos
caían suavemente sobre el pecho hacia el costado de la cama.
Era un espectáculo tan horrible que la avezada
enfermera García lanzó un grito de espanto y tambaleó hacia atrás, debiendo
sostenerla por los hombros, a pesar de que mis piernas no se hallaban del todo
firmes. Y no era para menos; la muerta tenía las manos cerradas sobre las
frazadas a ambos lados del cuerpo, posición en que debieron estar en el momento
de la muerte y que la rigidez cadavérica conservó, lo que indicaba que no se
había defendido de su misterioso asesino. Este debió infundirle tal terror que,
aún observando cómo le pasaban el lazo por el cuello, y luego, sintiendo que el
mismo se cerraba y le cortaba la respiración, sólo atinó a aferrarse
desesperadamente a la frazada. Tal deducción se afirmaba al contemplar el gesto
de la cara: los ojos muy grandes y desorbitados; y la boca entreabierta,
permitiendo ver la lengua hinchada, que parecía quebrarse en una palabra
inconclusa, algo que quizá ya nunca sería pronunciado, quizá la misteriosa pachachutquiy.
Expondré ahora el segundo elemento absurdo e
irracional que, al intervenir con el peso contundente de lo concreto, eliminó
cualquier esperanza de obtener una pronta y simple solución. Me explicaré
mejor. El hecho incomprensible de que la puerta estuviese cerrada con llave
cuando se cometía el crimen, primer elemento, podía pasarse por alto
estableciendo las hipótesis lógicas, aunque improbables, de que el asesino
poseyese otra llave o que existiese una conspiración por parte de miembros del
cuerpo médico, etc. Al fin y al cabo tales hipótesis las formulaba la policía y
lo que ellos pretendían era despojar al caso de todo “misterio” o ilusión
sobrenatural. Pero la cuerda color marfil, segundo elemento, consistía en un
objeto demasiado tangible para pasarlo por alto.
El segundo elemento fue la evidencia de que
algo siniestro e irracional se había instalado irresistiblemente entre
nosotros. Se trataba de una cuerda de un metro de largo; construida con
cabello, al parecer, humano, trenzado y teñido. Pero lo insólito estaba
representado por las dos medallas de oro, una en cada extremo, girando
locamente en dos pequeños conos de oro. Las medallas en sí constituían lo más
absurdo del conjunto: exactamente iguales en sus formas de Estrella de David,
no lo eran, sin embargo, sus grabados e inscripciones. Una de ellas llevaba
cincelado en relieve un trébol de cuatro hojas labrado en el
hexágono central; la otra mostraba un fruto que, indudablemente, correspondía a
la granada.
Yo las encontré parecidas a
ciertas joyas masónicas que vi en una exposición del Rotary Club; pero la
familiaridad terminó en cuanto hice memoria y razoné que el único punto de
semejanza entre éstas y aquéllas era la Estrella de David que, como todos
saben, está formada por dos triángulos equiláteros entrelazados. Es un símbolo
adoptado desde hace milenios por el pueblo hebreo para identificarse, tal como
puede comprobarse hoy día viéndola en la bandera del Estado de Israel.
Las partes posteriores de las
medallas llevaban inscripciones. Mas, éstas, lejos de aclarar algo, aumentaban
nuestra confusión pues estaban redactadas en dos idiomas distintos. Una frase,
grabada horizontalmente en el centro, estaba escrita en caracteres hebreos,
aunque tales signos no eran los mismos en cada medalla. Rodeando a estas
palabras había otra inscripción en letras latinas, esta vez idéntica para ambas
joyas. En ese momento nadie pudo aclarar a qué idioma pertenecía: “ada
aes sidhe draoi mac hwch”. Las
palabras hebreas, por su parte, decían; en la granada hgiv; y en el trébol hvhi.
Como se comprenderá, esta
curiosa cuerda enjoyada daba toda la sensación de ser algo de uso ceremonial o
religioso, atributo que el oficial Maidana captó de inmediato pues al
examinarla no pudo evitar un gesto de repugnancia y una exclamación:
–Puaj ¡esto es algo judío!
Capítulo III
Yo
sé que mucha gente poderosa de nuestro país considera que todo correcto oficial
de policía debe profesar imprescindiblemente la “ideología nacionalista”; y sé
también que dicha indefinible ideología se opone a los grandes
internacionalismos tales como el marxismo, la masonería, el sionismo, las
corporaciones multinacionales, etc., y hasta a la política exterior de las
potencias imperialistas. En la ideología nacionalista es creencia corriente que
todas esas vastas organizaciones convergen en una cúpula de poder, situada en
algún lugar del mundo, verdadero Gobierno Secreto al que llaman “Sinarquía
Internacional”.
La Sinarquía habría desarrollado una
Estrategia cuya ejecución ha de conducir a la formación de un Gobierno Mundial
que regiría sobre todas las Naciones de la Tierra. Las diferencias y
contradicciones que se advierten entre las grandes organizaciones mencionadas
serían de orden táctico y puramente exteriores; en los vértices de poder todas
coincidirían y los esfuerzos generales estarían encaminados a cumplir la
Estrategia sinárquica.
En la ideología nacionalista es dogma, desde
hace un siglo, que la Sinarquía ha sido fundada por los judíos con la pretensión
de asegurarse el dominio del Mundo y dar así cumplimiento a profecías emanadas
de la Biblia y a mandamientos del Talmud. Por eso los nacionalistas que
sostienen estas ideas suelen odiar ardientemente a los judíos.
No me sorprendió, entonces, la exclamación
antijudía del Oficial Maidana; pero, entendiendo que se trataba de una impresión
apresurada, traté de hacerle comprender que atribuir un origen judío a la
cuerda homicida, sólo porque las medallas tenían forma de Estrella de David,
era cuando menos aventurado: en efecto, tal símbolo es utilizado también por
otras religiones o sectas como la Masonería, la Teosofía, los Rosacruces, las
Iglesias Cristianas, etc. Además, le dije, estaba la granada y el trébol
constituyendo una combinación extraña; ¿y las inscripciones indescifrables? ¿y
el cordón de cabello teñido? No. No sería tan fácil calificar el conjunto.
Aunque parezca increíble, algo faltaba en la
celda de Belicena Villca: el portafolios con todos sus escritos. La policía, al
enterarse de su contenido, y considerarlo como absolutamente carente de valor,
descartó de inmediato una posible sustracción y se negó terminantemente a
vincularlo al móvil del crimen: antes bien, intentó persuadirnos a nosotros de
que el portafolios pudiese haber ido a parar al incinerador del Hospital, sea
por accidente, sea por represalia de alguna enfermera fastidiada por el
excesivo celo con que lo cuidaba la
enferma.
Capítulo IV
Poco
se sabía en el Hospital sobre Belicena Villca. Llegó en Diciembre del 78 en una
ambulancia del Ejército. Dos fornidos suboficiales la acompañaron hasta la
oficina del Director y entregaron a éste, una carta del Jefe del 230 Regimiento
de Caballería con asiento en Salta, Coronel Mario Pérez, junto con un sobre
conteniendo documentación y una ficha médica. En la carta, nos informó luego el
Dr. Cortez, el Coronel le solicitaba que ingresara como paciente del Hospital a
Belicena Villca “quien padecía una enfermedad mental debidamente comprobada por
los médicos militares que firmaban los estudios adjuntos”. La mujer, oriunda de
la Provincia de Tucumán, tenía un único hijo desaparecido durante la Gran
Represión de 1977. Ignorando el paradero de éste, y, aparentemente abrigando
la certeza de que las autoridades le negaban información, comenzó a moverse
resueltamente por varias Provincias del Norte argentino e incluso salió del
país, viajando por el interior de Bolivia y del Perú. Esa conducta resultó
sospechosa para los Servicios de Inteligencia, quienes la sometieron a intensa
vigilancia y finalmente la detuvieron.
Fue durante los duros interrogatorios que se
consideró la posibilidad de que Belicena Villca estuviera mentalmente
desequilibrada, por lo que, luego de las consultas a médicos militares, se
había dispuesto su traslado al Hospital Neuropsiquiátrico Dr. Javier Patrón
Isla. En cuanto al hijo, el Ejército nada sabía de su paradero ni si militaba
en alguna organización subversiva; su desaparición justamente alertó a las
autoridades pues se pensó que había pasado a la clandestinidad. Esta idea se
afirmó al conocerse la sorprendente actividad de la madre, asunto que motivó
finalmente su detención. La información precedente la suministraba el Coronel
para que no se diera crédito a las historias o a los reclamos que pudiera hacer
la enferma.
Según el Dr. Cortez el tono de la carta no
admitía réplica; era casi una orden internar a Belicena Villca. En su criterio
se debian considerar dos posibilidades: o la mujer enloqueció durante el
“interrogatorio”, o la historia que planteaba el Ejército era real. Lo que debía
descartarse de plano era una tercera variante: que supiera algo sobre la
subversión... En ese caso habría sido ejecutada. Corrían tiempos difíciles en
ese entonces; la Argentina ocupada militarmente en 1976, venía soportando una
represión tremenda que comenzó con el exterminio de los famosos “guerrilleros
nihilistas”, tal la calificación oficial, y concluyó con un baño de sangre
digno de Calígula, donde cayeron, amén de los míseros guerrilleros, gente de
toda laya. Los muertos y desaparecidos se contaban por millares y, en atmósfera
tan peligrosa, no era bueno para la salud discutir las directivas militares.
–Ya vendrán tiempos mejores –nos decía el Dr.
Cortez– recuerden que los militares se rigen por las leyes de la Estrategia. –Y
con su habitual erudición, nos citaba a Maquiavelo, genio de la Estrategia, que
en su obra “El Príncipe” dice: “... al apoderarse de un Estado todo usurpador
debe reflexionar sobre los crímenes que le es preciso cometer, y ejecutarlos
todos a la vez, para que no tenga que renovarlos día a día y, al no verse en
esa necesidad, pueda conquistar a los hombres a fuerza de beneficios”. “Porque
las ofensas deben inferirse de una sola vez para que, durando menos, hieran
menos; mientras que los beneficios deben proporcionarse poco a poco, a fin de
que se saboreen mejor”.
Esta era, para el Dr. Cortez, la filosofía del
Gobierno.
Recuerdo como si fuera hoy cuando acompañé a
Belicena Villca al pabellón “B”, impresionado por su trato culto y su sencilla
prestancia. Sin ser realmente alta lo parecía debido a su cuerpo menudo pero
erguido; el cabello negro y lacio, de suaves filamentos, le caía hasta la
cintura. Los ojos, ligeramente rasgados, eran verdes y la nariz, algo
prominente daba un efecto de firmeza al rostro, enmarcado en un óvalo casi
perfecto. Su boca, proporcionada, era de labios carnosos; las cejas: pobladas y
rectas sobre los ojos. Todo en ella emanaba un aire vital que para nada
delataba una edad de 47 años y, a pesar de que los rigores pasados dejaron su
huella demacrante, se adivinaba que en su juventud había sido una mujer de
extraordinaria belleza.
Los estudios realizados en el Hospital,
confirmaron que Belicena padecía algún tipo de esquizofrenia, por lo que el Dr.
Cortez, no tan sensible a consideraciones estéticas, decidió mantener el
diagnóstico de los médicos militares “demencia senil irreversible” aunque tal
valoración fuese totalmente injusta.
Mientras caminaba por los pasillos rumbo al
pabellón “B” recibí la primera de las incontables sorpresas que me daría el
trato con Belicena Villca y su extraña historia. Leyendo el letrero de material
plástico con mi nombre, abrochado en el bolsillo de la chaquetilla, dijo:
–Dr. “Arturo Siegnagel”. Tiene Ud. un nombre
mágico: “oso de la garra victoriosa”. ¿Lo sabía?
–Supongo que sí –respondí, mientras traducía
mentalmente: Arturo, del griego arctos, significa “oso”;
Sieg
quiere decir “victoria” en alemán; y nagel, “garra” en el mismo
idioma–. Lo que me sorprende –agregué– es que lo sepa Ud. ¿Entiende griego y
alemán?
–Oh, no es necesario Dr. Yo veo con la Sangre. Sé
lo que siempre supe –me dijo con una sonrisa candorosa.
¡Sí que está enferma!, pensé neciamente,
creyendo que aludía a la teoría de la reencarnación como hacen los
espiritistas, clientes permanentes de nuestros pabellones. En ese entonces no
podía imaginar ni remotamente que algún día haría esfuerzos inusitados por
recordar cada una de sus palabras para analizarlas con gran respeto.
Capítulo V
No
debe sorprender que la policía archivara el caso a poco de haber comenzado la
investigación pues, tras cada paso que daba en pos de esclarecerlo, todo se
tornaba más confuso, siendo injustificable el depositar tanto esfuerzo en un
crimen que, parecía, a nadie interesaba resolver. En primer lugar, porque
Belicena Villca no tenía familiares conocidos que reclamasen justicia; pero,
principal-mente, por el misterio que rodeaba al asunto: ¿cómo entró el asesino
en la celda herméticamente cerrada?; ¿por qué utilizó una valiosa cuerda
enjoyada para matar a una alienada indefensa?; y, lo más incomprensible: ¿cuál
podía ser el móvil del crimen, el motivo que hiciese inteligible lo ocurrido?
No había respuesta para estos y otros
interrogantes que surgían y, al pasar el tiempo sin que se avanzara un palmo,
el caso fue prudentemente cerrado por la Policía.
A los dos meses nadie hablaba del crimen en el
Hospital Neuropsiquiátrico y eran pocos los que algunos meses más tarde
recordaban a la malograda Belicena Villca.
La rutina diaria, el trabajo fatigoso, los
problemas cotidianos e inevitables, todo contribuye a que el hombre mundano,
sumergido en el devenir de su Destino, se torne impermeable al dolor ajeno o a
aquellos fenómenos que no afectan permanentemente su realidad concreta.
Yo no soy la excepción a la regla y, en cuanto
toca a lo aquí narrado, seguramente habría olvidado el horrible crimen acosado
por las obligaciones de mi residencia médica, la atención del consultorio, o
las clases de Antropología americana que sigo como curso terciario de
post-grado.
Digo “habría olvidado” porque la historia de
Belicena Villca invadió de pronto mi propio mundo trastornándolo todo;
conduciéndome hasta el borde del abismo demencial en que ella sucumbiera.
Como dije, la Policía se desinteresó bien
pronto del crimen; luego de las declaraciones de rigor prestadas en los días
subsiguientes, ya no nos molestaron más y la vida retornó a su ritmo habitual.
Al cadáver de Belicena Villca se le practicó una autopsia, que sólo sirvió para
confirmar lo ya supuesto por nosotros: la muerte fue ocasionada por
estrangulamiento con la cuerda blanca. Como no tenía parientes conocidos, se
envió un telegrama a su único visitante, un indio chahuanco radicado al parecer
en la Provincia de Tucumán; pero al transcurrir un cierto tiempo sin que éste
acudiera, se procedió a inhumar los restos en una necrópolis local.
En esos días, mediados de Enero, pleno verano
norteño, mi única preocupación consistía en planear las vacaciones anuales que
comenzaban el día 20 y se extendían hasta fines de Febrero. Sin duda tendría
tiempo de hacer algunas excursiones y preparar las materias que rendiría en
Marzo.
Justamente, en una visita que hice a la
Facultad de Antropología de Salta para inscribirme en un examen final, me crucé
con el Profesor Pablo Ramirez, Doctor en Filología de prestigio y al cual
conocía por haber asistido a uno de sus cursos de lenguas amerindias. Al verlo
se me ocurrió, súbitamente, hacerle una consulta:
–Buenos Días Dr. Ramirez. Si no le incomoda
perder sólo un momento quisiera preguntarle algo...
–Buenos Días Dr. Arturo Siegnagel –respondió
mientras inclinaba cortésmente la calva cabeza–, Ud. dirá.
–Verá Dr. Ramirez, hace unos días falleció una
paciente en el Hospital Neuropsiquiátrico donde soy Médico y, antes de morir,
pronunció una palabra quechua, algo así como “pachachutquiy”; yo
traduzco pacha = Mundo, chutquiy = desmembrar: o sea
“desmembrar el Mundo”. Como esto no tiene sentido, desearía que Ud. me diga si
hay alguna otra acepción para esa palabra. –Trataba de no dar información sobre
la extraña muerte. El Profesor Ramirez escuchó mi traducción con visible
desagrado.
–¿De qué parte era oriunda su paciente?
–De la Provincia de Tucumán; parece que
siempre habitó en los valles calchaquíes, aún cuando últimamente había viajado
al Norte, incluso a Perú y Bolivia. Pero de tales viajes sé muy poco pues jamás
aceptó comentarlos.
–Bien –dijo el Dr. Ramirez con impaciencia–.
Como Ud. sabe, el quechua tiene muchos dialectos; pero, de acuerdo a la filiación
que me ha dado, le sugiero considerar lo siguiente: si bien pacha
es el “Mundo”, o la “Tierra”, como en pachamama = Madre Tierra, en el
quechua santiagueño pacha también quiere decir “Tiempo”. En este dialecto, “chutquiy”
es el verbo transitivo “dislocar”, por lo que su palabra significaría “dislocar
el Tiempo”; o “dislocación del Tiempo”, en un sentido más actual.
Debo confesar que una sensación de alarma me
invadió mientras escuchaba al viejo Profesor, pues algo interior, un secreto
instinto, me decía a gritos que si había alguna explicación para el asesinato
de Belicena Villca, ésta se encontraba más allá de la comprensión normal, en un
ámbito en que seguramente regían leyes ignoradas por el hombre. ¿Qué era esta
“dislocación del Tiempo” sino un concepto oscuro, inaprensible, que se resiste
a la razón pero que guarda un nexo evidente con el asesinato? ¿Cómo se
entiende, si no es aceptando la intervención de lo desconocido, el hecho de que
alguien o algo pueda ingresar en una celda cerrada con llave, perpetrar un
asesinato, e irse tranquila-mente, dejando tras de sí la cuerda mortal, o sea,
la prueba de la presencia inexplicable? Sí, había en todo esto como una
calculada negligencia, como si el asesino quisiese dar una mínima muestra de su
inmenso y terrible poder en un alarde de demencial orgullo.
Visiblemente perturbado, me despedí del
Profesor Ramirez y regresé sobre mis pasos, mientras una certeza se afirmaba
cada vez más en mi cerebro: Belicena Villca sabía que un peligro mortal la
acechaba cuando gritaba pachachutquiy, pachachutquiy.
Capítulo VI
El
asunto me intrigaba y, aunque dudaba que se hubiese avanzado algo, decidí
conseguir toda la información posible sobre el crimen. Cuando discutimos con el
Oficial Maidana sobre la probable filiación de la cuerda enjoyada, quedé con
esté en acercarle alguna publicación masónica para que comprobara la similitud,
sólo exterior, de las medallas, con unas joyas destinadas a rituales de
distintos grados de dicha organización. En su momento no pensaba cumplir dicha
promesa, que hice en un desesperado intento por convencer a los policías del
carácter ritual del asesinato, al ver que estos evadían el bulto y buscaban una
solución racional que, a mi juicio, no existía.
Ahora pensaba valerme de ella como excusa,
para obtener información. Busqué los tres enormes tomos del “Diccionario
de la Francmasonería” en la Biblioteca de la Universidad y me dirijí a
la Jefatura de Policía. En Salta ésta ocupa un antiguo edificio colonial pegado
al Cabildo, frente a la plaza principal, florida y provinciana. Estacioné el
automóvil junto a un parquímetro, a varias cuadras de mi destino y caminé por
la calle Belgrano rumbo al centro.
Al llegar a la Iglesia del Sagrado Corazón,
con su edificio de más de 300 años, iba pensando en la juventud de la América
Blanca ante la milenaria Europa; a pesar de que aquí no se construyó nada más
atrás de 400 años, nos estremece lo secular, que sentimos antiguo y remoto.
Me faltaba transitar la cuadra de la recova
con sus arcos centenarios, bajo los cuales se puede tomar un café y leer el
diario o simplemente contemplar los altos cerros lejanos que rodean el Valle de
Lerma.
Atravesé varios pasillos de aspecto sombrío,
hasta encontrar una puerta coronada por un cartel enlozado cuyas cachaduras apenas
permitían leer “Oficina General de Investigaciones”; más abajo otro cartel, de
plástico, anunciaba “Subcomisaría Maidana” “Llame antes de entrar”.
Las cosas salieron mejor de lo que Yo
esperaba. Mientras el Oficial Maidana, con salvaje alegría, examinaba los
Diccionarios, en mis manos se deslizaban febrilmente las pocas fojas del
expediente caratulado: “Belicena Villca, Homicidio intencional”.
Así, acompañado por los insultos que el
policía nacionalista lanzaba cuando algo de lo que leía causaba su furia, pude
averiguar lo que deseaba.
Se habían practicado análisis varios a la
cuerda homicida, siendo ésta destruída en parte durante los ensayos. Una de las
medallas fue “fundida y el material sometido a análisis de Espectroscopía
Molecular”, citándose en fojas el “informe final” y remitiéndose al “informe
principal adjunto, para cualquier discusión sobre la interpretación del mismo”.
La conclusión era que, de acuerdo a los minerales y metales que intervenían en
la aleación del oro, éste tendría como seguro origen un país de Europa: España.
Con más precisión se mencionaba la Zona Río Tinto, en la provincia de Huelva.
–¡Caballero Kadosch!: ¿qué carajo quiere decir
esto Dr.? –interrumpió bruscamente mi lectura el Oficial Maidana, que leía
“Ritual del grado 30”.
–Es una palabra hebrea que significa “muy
Santo”. El título sería “Caballero muy Santo” –dije.
El Oficial tenía los ojos inyectados en
sangre.
–¡Sargento Quiroga! –gritó–. ¡Venga a ver lo
que hacen los masones!
El sargento acudió presuroso. Era un criollo fornido como un quebracho,
pero de evidente pocas luces, quien sumó su voz obsecuentemente al concierto de
maldiciones que ejecutaba el Oficial.
Seguí leyendo el expediente. Un trozo de la
cuerda de pelo se envió al Laboratorio de Análisis Patológico de la Facultad de
Medicina. El informe remitido por la Universidad, indicaba que el pelo era
cabello humano, posiblemente de mujer; la substancia usada en el teñido era
simplemente lechada de cal, a la que se agregó algún jugo vegetal ácido para
restar alcalinidad.
Pero lo más curioso era que la Universidad
podía certificar la raza a la que pertenecía la mujer a quien se cortó el
cabello fatal; la sección ovalada de las fibras pilosas estudiadas, no dejaban
lugar a dudas: Raza blanca . Las otras Razas tienen un
pelo de sección redonda, según los especialistas.
Esto era casi todo. Estaban las declaraciones
nuestras y el Informe Forense. También un informe del Ejército, con la misma
historia ya conocida, donde veladamente se sugería no escarbar mucho.
Seguían papeles burocráticos sin importancia,
sobre la inhumación y otros aspectos de la investigación; pero sobre el crimen
en sí, no se había avanzado mucho.
En resumen:
a – Huellas dactilares: no había otras que las de la occisa y el
personal del Hospital.
b – Otra llave: no constaba.
c – Peritaje en la puerta: indicó que los goznes estaban intactos,
igual que la cerradura. No hubo forzaduras con ganzúa, barreta, ni de ninguna
especie.
d – Peritaje forense: muerte por estrangulamiento.
e – Peritaje del arma homicida: cuerda de pelo humano, teñida con
cal.
Medallas de oro español de
significado desconocido.
Ni una palabra sobre la desaparición del
portafolios y, por lo visto no se había considerado útil investigar las
leyendas grabadas en las joyas.
–... perros judíos! –gritaba el Oficial, que
leía el artículo “Jesuita” donde hay un cuadro titulado “La Compañía de Jesús
vista por la Masonería” en el cual se ve, entre innumerables símbolos de todo
tipo, al Superior General de la Orden Jesuíta sentado sobre una montaña de
cráneos, de donde asoma también la cruz de Cristo.
Como buen Nacionalista Católico se sentía
agraviado, ofendido personalmente, por la “perfidia” de la judeomasonería. No
creí conveniente aclararle que la Compañía de Jesús creó, en el siglo XIX, el
“Rito Masón del Real Arco”, el cual fue finalmente adherido al “Gran Oriente
Inglés” del “Rito Escocés Antiguo y Aceptado”, con lo que ambas organizaciones
establecieron puntos de contactos permanentes. Desgraciadamente la prueba está
a la vista hoy día, al considerar el marxismo aristocrático que sustentan
los pensadores jesuitas. Sería ridículo admitir la existencia de una Sinarquía
Internacional y creer que la Iglesia Romana, organización temporal, está exenta
de su control. Pero sería inútil; el oficial no aceptaría ese razonamiento.
Cargué los pesados tomos y me despedí del
Subcomisario Maidana.
–Adiós Oficial; si me necesita no tiene más
que llamar al Hospital.
–Hasta siempre Dr. Le agradezco la
colaboración que nos ha prestado.
Capítulo VII
Era
Viernes y podría descansar el fin de semana en la vieja casa solariega de
Cerrillos, un pueblo bellísimo que se encuentra a 18 km. de Salta, sobre el
mismo camino que conduce a Cafayate, en el corazón de los valles calchaquíes,
y, más allá, a Santa María de Catamarca. Allí vivían mis padres,
ancianos ya, y una hermana viuda con dos niños.
La perspectiva de verlos y pasar unos días con
ellos siempre me colmaba de alegría; así pues no debe impresionar a nadie que
unas horas más tarde, mientras conducía el automóvil por el camino bordeado de
viñas, no pensase más en el horrible crimen.
Sin embargo, estaba escrito que la paz sería
breve: en menos de una hora mi vida se hizo trizas y un futuro de Médico,
Antropólogo, Catedrático, es decir de profesional cabal, desapareció como
probable Destino para mí. En la casa de mis padres me esperaba la carta de
Belicena Villca y el comienzo de la locura. ¡Si tan sólo no la hubiese leído!
¡Cuánto dolor, muerte y duelo causé a mis seres queridos por haber leído
aquella carta y, lo más nefasto, haber creído en lo que ella decía! ¡Y con
seguridad, nada nos habría pasado de no recibir la carta!
¡Cuánto me arrepentiría tres meses después por
haberle dado crédito, en ese mismo lugar! El lunes
siguiente comenzaban mis vacaciones, y al volver al Hospital, en Marzo, todo
estaría olvidado. ¡No debí leerla: esa fue mi última oportunidad de continuar
siendo normal, es decir, cómoda y mediocremente normal, amado por todos,
res-petado por todos, y, desde luego, por el Buen Creador! ¡Sí, no es una
blasfemia: el Buen Dios Creador debía estar orgulloso de mí: no interfería para
nada sus grandiosos planes, y contribuía en la medida de lo posible al Bien
común ¿qué más se podía esperar de un humilde Médico Psiquiatra salteño? Pero
mucho me temo que ahora que lo he perdido todo, hasta he perdido el favor del
Creador. Habrá que leer la carta de Belicena Villca y conocer el resto de la
historia para disentir o coincidir conmigo.
Como dije, no debí haberla leído y todo habría
continuado igual. Pero está visto que en la vida de ciertas personas hay como trampas
cuidadosamente montadas: basta tocar un resorte para que se desencadenen
mecanismos irreversibles.
Capítulo VIII
Canuto,
el perro ovejero, se acercó corriendo para festejar mi llegada, mientras
maniobraba con el coche y cerraba la tranquera. Todavía me faltaba recorrer
otros doscientos metros hasta la casa; hice subir a Canuto en el asiento
delantero y arranqué. Así era siempre; manejaba con una mano y con la otra
acariciaba al viejo can durante esos doscientos metros, que le pertenecían sólo
a él.
Vi acercarse la figura de mis padres, sentados
bajo los centenarios lapachos del patio y sentí las risas de mis amados
sobrinos. Era la familia, una de las cosas más bellas que puede concebir un
solterón empedernido como Yo.
–Bongiorno a tutti –bromeé mientras
bajaba el maletín y buscaba las consabidas golosinas para los niños–. ¿Qué tal
van las viñas Papá?
–Mejor que nunca Arturo. ¡Hay unas uvas que
son la gloria de Baco! pero ¿de qué nos sirve esta abundancia si este año no
tendremos vendimia? ¡Oh Mein Gott! ¡Este
gobierno llevará a todo el mundo a la quiebra!
–Bueno Papá, calma, ya no tienes que hacerte
mala sangre. Mira, te traje un regalo.
Le alcancé el cassete de Angelito Vargas y,
mientras lo colocaba en el reproductor portátil, sorbí el mate que mi hermana
cebaba y hacía circular silenciosamente de mano en mano.
–Toma hijo, hace cinco días llegó una
encomienda para ti. La retiramos para hacértela llegar, pero como nadie iba
para Salta quedó aquí. Debes dar tu domicilio de la Ciudad; algún día puede
llegarte algo urgente aquí y tú no estarás..., –Mamá continuó riñéndome en
tanto la voz de Angelito Vargas desgranaba el tango “A Pan y Agua”. Pero Yo no
escuchaba nada. Absorto en el remitente del paquete, donde claramente se leía
“Belicena Villca”, mi corazón parecía haberse detenido.
El paquete contenía el portafolios y, dentro
de él, un sobre con una extensa carta, tan extensa que, se diría, Belicena
Villca empleó todo su tiempo libre, durante meses, en escribirla. A
continuación la transcribo sin quitar ni agregar una coma. Deseo que el lector
comparta en toda su dimensión el Misterio que se abría ante mí al leer
aquella asombrosa misiva. El sobre
ostentaba una leyenda, escrita a mano con fina caligrafía:
PRESENTE
Rasgué el sobre y leí febrilmente: